La madrugada del martes 23 de marzo de 2004 marcó un antes y un después en la vida de Gabriel Rabinovich. Ese día, periodistas que llamaban desde Alemania y Francia, y también de programas radiales porteños, lo despertaron a las 4 para preguntarle sobre uno de sus descubrimientos, que había sido publicado nada menos que en la tapa de la revista Cancer Cell. Junto con su equipo, Rabinovich había develado cómo hacen los tumores para ser invisibles para el sistema inmune. "No entendía nada", confiesa hoy.
Una de las estrellas más rutilantes del escenario científico local, Rabinovich es un investigador totalmente made in Argentina. Nacido en Villa Cabrera, Córdoba, se formó en la Universidad Nacional de esa provincia, y realizó su doctorado y su posdoctorado en el país. "Siempre había soñado con formarme en el exterior, pero aunque gané una beca Pew para ir a trabajar en los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos, con uno de los personajes más importantes del mundo en muerte celular programada, no pude ir por cuestiones familiares", recuerda.
Sin embargo, a poco de comenzar su tesis, identificó, purificó y caracterizó una proteína, la Galectina I (Gal I), que resultó ser una suerte de llave maestra del cáncer y las enfermedades autoinmunes: en el primer caso impide la acción de los linfocitos T que podrían destruir los tumores, y en el segundo podría ayudar a detener el ataque del sistema inmune contra el organismo. A los 44 años es vicedirector del Instituto de Biología y Medicina Experimental del Conicet, y dirige un grupo de 27 jóvenes científicos cuyos hallazgos están protegidos por ocho patentes y ya dieron lugar al desarrollo de un anticuerpo monoclonal que resultó efectivo para detener el crecimiento de diferentes tipos de tumores en ratones. Ahora, el desarrollo de este anticuerpo para su uso en humanos se está negociando con laboratorios internacionales.
-¿Fuiste un científico precoz o llegaste a la investigación por casualidad?
-Yo me crié en una farmacia. Mi mamá era farmacéutica y mi papá, contador. Me gustaba atender al público y los ayudaba cuando estaban de turno, pero en esa época nunca pensé en ser científico. En realidad, jugaba a ser maestro y me hubiera encantado dedicarme a la medicina, pero era muy sensible. Después, en el secundario, me encantaba mi profesora de química. Creo que me dediqué a la ciencia, pero también me hubiera gustado ser médico.
-¿Eras el típico traga?
-Me gustaba estudiar mucho, pero curiosamente siempre me atrajeron las materias humanísticas: cantaba en un coro, bailaba, hacía teatro. No creía que podría dedicarme a la ciencia. Admiraba muchísimo a mis profesores de la Facultad, pero pensaba que yo era demasiado disperso...
-¿Cuándo se produjo el momento de decisión?
-Mi vida estuvo marcada por gente que fue muy generosa conmigo, como las Fundaciones Sales, y Bunge y Born, particularmente la familia Ferioli y Ostry, Eduardo Charreau en el Ibyme y el Conicet. Después de recibirme, Carlos Landa, mi primer mentor, me dio un lugar en su laboratorio. Confió en mí más que yo mismo. Él estudiaba el sistema nervioso y la retina del pollo. Y aunque a mí me interesaba la salud humana, cuando entré en su laboratorio quedé fascinado. Él me enseñó la parte lúdica de la investigación. Mi tarea consistía en inyectar conejos con distintas fracciones de hígado o de retina de pollo, y generar y purificar anticuerpos. Al finalizar ese año, Carlos decidió dejar la ciencia básica, pero me dijo que podía llevarme los anticuerpos. Los puse en el freezer de la casa de mis padres, en tubitos de rollos de película fotográfica.
-¿Qué papel jugaron esos anticuerpos en tu carrera posterior?
-Empecé mi tesis y al principio no se me ocurría nada interesante. Pero hablando con Clelia Riera, mi segunda mentora y directora de tesis, y con Carlos recordé los tubitos que había dejado en el freezer. Y una noche, utilizando uno de esos anticuerpos, apareció una proteína diferente. Nunca nadie había estudiado su función, particularmente en el sistema inmunológico. Después, toda mi tesis fue aislar y caracterizar bioquímicamente esta proteína que se llamaría Galectina I.
-¿Por qué es tan importante esta proteína?
-Una de las cosas que vi durante mi doctorado es que cuando ponía Gal I y junto a linfocitos T [células del sistema inmune encargadas de atacar bacterias, virus, hongos, tejidos trasplantados], éstos se morían. Luego, junto con mi primera tesista, Nati Rubinstein, pudimos probar que los tumores, que expresan mucha más Galectina I que una célula normal, la utilizan para escaparse de la respuesta inmune. Están rodeados de linfocitos, pero éstos no pueden matar al tumor. Cuando bloqueábamos la producción de la proteína, los linfocitos T no morían, aumentaban su cantidad y lo eliminaban.
-¿Y qué papel cumple en la autoinmunidad?
-Durante estos años fuimos descubriendo muchas más facetas de Gal I. Con Marta Toscano vimos que esta proteína no mata cualquier célula inmune: mueren solamente las malas en la autoinmunidad, los linfocitos Th1 y Th17 [que atacan al propio organismo]. Las otras, las células vírgenes, que nos permiten defendernos contra bacterias o parásitos, no se mueren. Marta empezó a hacer su tesis doctoral y detectó que estas células, a medida que se van diferenciando, se van cubriendo de azúcares necesarios para que Gal I interactúe con ellas. En cambio, el resto se cubre de otro escudo, que es el ácido siálico, un carbohidrato especial que inhibe la acción de Gal I.
-¿Es decir que, en cierto modo, mata a villanos y a héroes?
-Esta proteína destruye los linfocitos que nos son nocivos, pero mantiene los que nos van a defender frente a las infecciones. Con Juan Martín Ilarregui descubrimos que hay otras células en el sistema inmunológico, las dendríticas, que tampoco son destruidas por Gal I; les permite generar un sistema regulatorio que resuelve la respuesta inmune. Básicamente se trata de una proteína que promueve equilibrio en el sistema inmunológico. Elimina las defensas negativas que causan autoinmunidad, cuando la respuesta inmunológica ya se cumplió, y es usurpada por el tumor para burlarse del sistema inmune.
-¿Eso los llevó a pensar en una terapia?
-Un día me llamó la doctora Margaret Shipp, del Dana Farber Cancer Institute, de Harvard, y empezamos una colaboración que generó la idea de intentar bloquear Gal I en cáncer para que los linfocitos T aumenten y eliminen el tumor. Por otro, en nuestro laboratorio pensamos utilizarla para eliminar linfocitos T en enfermedades autoinmunes.
-¿Cómo podrían hacerlo?
-Decidimos desarrollar un anticuerpo monoclonal antigalectina I. Nos costó mucho trabajo, hasta que encontramos uno fantástico. Diego Croci, que investigaba procesos de vascularización de tumores, lo probó en diferentes cánceres y mostró que bloquea el crecimiento tumoral (se reducen en más del 60%), aumenta la respuesta inmune y disminuye la vascularización. Mariana Salatino y Tomás Dalotto mostraron que este paradigma también es útil en cáncer de mama.
-Es decir que estás cumpliendo con el ideal de la investigación biomédica: ir de la mesada del laboratorio a la cama del paciente.
-¡Ojalá! Estamos tratando de licenciar las patentes que protegen estos hallazgos. Hay compañías interesadas. Ellas humanizarían el anticuerpo monoclonal y harían los estudios clínicos. En este sentido, hace dos años se publicaron en The New England Journal of Medicine dos trabajos sobre anticuerpos que reconocen otras moléculas involucradas en el escape tumoral, que al ser bloqueados estimulan la respuesta inmune. La sobrevida global de los pacientes tratados con estos anticuerpos monoclonales aumenta muchísimo. Todo indica que vamos por el buen camino. Uno se imagina que, en un futuro, el armamento farmacológico en oncología estará compuesto por un cóctel de inhibidores que aumenten la respuesta inmune, por un lado; que reduzcan la angiogénesis [formación de vasos sanguíneos], por el otro, y quizá con una quimioterapia, pero en bajas dosis para matar las células tumorales. Mi sueño máximo sería llegar a traducir nuestros descubrimientos en algo que mejore la calidad de vida de las personas.
Bio:
- Profesión: científico
Edad: 44 años
Es editor de una docena de revistas científicas y profesor visitante de las universidades de Harvard, de Maryland y de París. Recibió la beca Guggenheim, los premios Houssay y Bunge y Born a jóvenes investigadores, de la Fundación Mizutani (en Japón), de la Academia Mundial de las Ciencias (TWAS) y el Konex de Platino, entre otros.
Fuentes:
Nota periodística del diario La Nación. Periodista: Nora Bär. 25/11/2013.
http://www.lanacion.com.ar/1641731-gabriel-rabinovich
Nota en Radio Mitre (26/08/2014): http://secciones.cienradios.com.ar/radiomitre/2014/08/26/premio-bunge-y-born-al-cientifico-argentino-gabriel-rabinovich/